Llevo 50 años pensando lo mismo y, sin embargo, cambio de opinión cada día. A veces refuerzo la base racional, reduzco los rincones emocionales. Otras veces lo contrario. A veces me reafirmo en la experiencia, a veces abro ventanas al aire fresco. Descubro zonas de sombra, añado matices, introduzco excepciones. Supongo que como la mayoría. Supongo que al contrario que unos pocos.
Lo que está pasando estos días en Francia, como lo que pasó en Madrid el 11 M, o en Nueva York el 11 S, pone a prueba nuestra capacidad de equilibrar razón y sentimientos, nuestra capacidad para enfrentarnos a situaciones emocionales complejas: aquellas en que, aparentemente, hay lucha de valores contradictorios.
Libertad de opinión, de expresión y de prensa, contra libertad de religión. Tolerancia frente autodefensa. El orden contra el caos, el progreso frente al retroceso, lo nuevo contra lo viejo, el bien contra el mal.
La ingente cantidad de información que nos inunda cada día no contribuye mucho a resolver esos dilemas. Determinados paradigmas instalados en la sociedad occidental añaden más confusión. Uno de esos paradigmas es el llamado lenguaje políticamente correcto que debe conducirnos, se supone, al pensamiento políticamente correcto.
Cuando Occidente –porque fue Occidente- inventó “lo políticamente correcto” dio un paso cultural trascendental: reconocer que el lenguaje determina nuestra forma de pensar y, por lo tanto, someterlo a unas reglas que no alcanzan rango de código penal pero sí de desaprobación social. Con ello también se coartó, en cierto modo, la libertad de pensar, de expresarse libremente, de “llamar a las cosas por su nombre”. Como son reglas difusas, el uso diario del lenguaje políticamente correcto puede ser una trampa porque, por un lado, es la expresión de las formas más civilizadas, porque estigmatiza el insulto, pero también puede ser la negación de la capacidad para decir la verdad, con minúsculas, nuestra verdad.
Lo políticamente correcto en este momento es dar un “me gusta” a #todossomosCharlieHebdo. Lo políticamente correcto es decir que no hay que confundir Islam con violencia, que el Islam es una religión de paz. Lo políticamente correcto es llamar racistas a los que se manifiestan contra la supuesta “islamización de Occidente”. Yo no he marcado como favorito #todossomosCharlieHebdo, pero tampoco he marcado el #yonosoyCharlyHebdo. En realidad, podría haber marcado los dos. Por un lado, #yosoyCharlyHebdo de una manera radical. Porque defenderé radicalmente que cualquiera pueda ser Charly Hebdo. La libertad de opinión y de expresión es la primera de las condiciones de la libertad en general. Puede que no me gusten sus caricaturas, que no me haga ninguna gracia su humor, que los encuentre groseros, maleducados, provocadores, pero defenderé su derecho a serlo. Y me limitaré a no comprar esa revista y lamentar que se pueda insultar a alguien. A partir de ahí, las reclamaciones, desprovistas del apelativo “blasfemia”, a los tribunales. Pero la libertad de Charly Hebdo para decir lo que piensa, y más en clave de humor, es sagrada. Y es más sagrada que cualquier religión. Porque la libertad es nuestra religión, la de todos, mientras que el resto de religiones sólo serán sagradas para una parte de la sociedad. Así que, aunque el “hashtag” casi no quepa en nuestra “fast food” cultura yo sólo marcaría con plena convicción #yosoyynosoyCharlieHebdo. Algo parecido me pasa con los mensajes que desde hace semanas ocupan el debate en Alemania con las manifestaciones contra la supuesta islamización de Occidente.
Por un lado, me parecen pueriles, ridículas, porque yo no veo la supuesta islamización por ningún lado. En el fondo, no se trata de otra cosa que de pura xenofobia, de odio al extranjero, no sólo al musulmán, de racismo. Es la base del nazismo y del fascismo.
Pero, por otro lado, veo que en esas manifestaciones hay ciudadanos que nunca habrían salido a la calle bajo esas consignas y que ahora, por las razones que sean, retroceden décadas en su cultura democrática y desafían al pensamiento político correcto.
Y me pregunto si no tiene esto que ver precisamente con la rebelión ante el lenguaje políticamente correcto instaurado en nuestra sociedad.
“El islam es una religión de paz”. Quien diga lo contrario es tildado inmediatamente de islamófobo. Le ocurrió a Ratzinger, le ha ocurrido a muchos intelectuales y políticos. Le ocurre diariamente a muchos ciudadanos que no lo ven tan claro. No soy ningún experto en el Islam. Leí hace muchos años. La conclusión que saqué entonces, cuando las opiniones no se reducían a “hashtags”, es que cualquiera puede encontrar en el Corán lo que quiera. Puede encontrar una religión de paz y una religión que justifica y hace un llamamiento a la violencia para imponerse. Empezando por el título mismo. Porque Corán significa “someterse, rendirse, aceptarse”. Y se puede entender que sea a Dios o a un alfanje o un Kalashnikov.
Así que, otra vez, mis “hashtags” en “twitter” podrían ser perfectamente contradictorios. Si, como dicen los expertos en Islam, que el problema no es tanto el Corán como los Hadiths, los dichos y hechos del profeta añadidos posteriormente y las interpretaciones de los mismo, no añade nada, se queda en una cuestión para expertos. El problema estaría en la misma esencia de la religión.
En lo que no tengo ninguna duda es que el Corán, es un libro escrito en el Neolítico. Hace 1.400 años, la zona del mundo donde nació el Corán estaba en el Neolítico. Los musulmanes no creen que ese libro fuera escrito por un hombre, el profeta Mahoma, sino que fue escrito, palabra por palabra, por Dios. El profeta sólo fue la mano, o mejor, la voz que utilizó dios. Que nadie se escandalice. Es una cuestión de fe, como tantas otras cosas en todas las religiones, y a los dogmas de la Iglesia católica me remito. Y lo mismo vale para la Biblia, o la Torá.
Convendría recordar que en la Biblia, el Libro, como lo llaman los musulmanes, el fundamento de la sociedad judeocristiana- y también de la islámica, podemos encontrar el mayor catálogo de atrocidades que podamos imaginarnos. Neolítico en estado puro.
Pero hay una clara diferencia en la evolución de las sociedades, la judía, la cristiana, la musulmana, evolucionadas a partir de la Biblia, los Evangelios y el Corán.
Nuestra sociedad, evolucionada a partir de los Nuevos Evangelios cristianos, donde no se encontrará una palabra que justifique la violencia para imponerse, donde la máxima expresión de Dios es el Amor, ha ido diluyendo sus esencias religiosas, sustituyéndolas por paradigmas agnósticos. El amor cristiano se ha transmutado en igualdad, fraternidad, libertad –“vive la France!-“, justicia.
Antes de llegar a este punto, el cristianismo, o mejor, las distintas iglesias, católicas y protestantes, pasaron una etapa negra secular en la que baste recordar las Cruzadas, la Inquisición, las guerras de religión… Pero eso fue hace siglos. El cisma cristiano no ha separado culturalmente a las sociedades. El cristianismo, en cualquiera de sus formas, ha evolucionado en la misma dirección.
La peculiar historia del pueblo judío, mezclado en su diáspora con la sociedad cristiana, le ha proporcionado seguramente parecidos valores, restándole la brutalidad de los axiomas bíblicos resumidos en el “ojo por ojo y diente por diente”. El judaísmo también ha evolucionado, vistiéndose de laicismo, aunque ahora la extrema derecha israelí parece que quiere retroceder un siglo declarando la confesionalidad judía del Estado de Israel. Esperemos –democracia mediante- que no lo consiga.
¿Ha evolucionado en el mismo sentido la sociedad islámica? O, si se quiere, las sociedades islámicas, porque allí también hay diversidad y cisma (chiitas, sunnitas).
Evidentemente, a juzgar por lo que está pasando en el mundo en las últimas décadas, no. Las sociedades islámicas están todavía impregnadas de valores, instituciones y organización social y política medievales. Incluso en las comunidades de la emigración occidental se ha percibido un retroceso de décadas. El camino hacia el laicismo y el agnosticismo de las sociedades cristinas, se ha recorrido en sentido inverso entre las comunidades musulmanas. No todos han hecho ese camino en sentido inverso, naturalmente. Los estudios sociológicos aseguran que una inmensa mayoría de los musulmanes alemanes comulga con los principios de la sociedad democrática. Pero tenemos suficientes argumentos para dudar de las encuestas a pie de calle.
Eso es lo que empuja a muchos ciudadanos bienintencionados a sumarse a manifestaciones xenófobas convocadas por conocidos ultraderechistas.
Estos días he podido escuchar de esos ciudadanos justificaciones para acudir a esas manifestaciones como que “en las elecciones Angela Merkel prometió que no iba a haber peajes en las autopistas y ya tenemos aquí el peaje”. ¿Qué tiene eso que ver eso con las manifestaciones contra el Islam? Pues que ese ciudadano decía que ese día se acabó el confiar en Angela Merkel, que ya no confiaba más en los políticos que le hablaban un lenguaje políticamente correcto para ocultar una mentira. Otros muchos citan cosas como que “en tal barrio de tal ciudad han cambiado el nombre a un mercadillo de navidad y le han llamado mercado de invierno para no herir la susceptibilidad de los musulmanes. Otro, recordaba que en Alemania hay más de 3.000 mezquitas y en algunos barrios hay más mezquitas que iglesias.
De toda esta amalgama de justificaciones más o menos peregrinas, algunos ponían el dedo en la llaga al recordar que en algunas ciudades hay salafistas que salen a la calle a tratar de imponer la Sharía, algunos imanes fanáticos reclutan y convierten a jóvenes que se vuelven aspirantes a asesinos dándoles el nombre de mártires. Muchos de esos han lanzado amenazas de muerte en internet. Esas amenazas son reales y Alemania se ha salvado por los pelos, y por la eficacia policial, de atentados como los de Madrid o París o Londres.
Quien llame a esos ciudadanos “neonazis” o “racistas”, sencillamente estará ciego. No hay peligro de islamización en Alemania, no. Pero sí un claro peligro de radicalización de los jóvenes musulmanes alemanes. Y con ellos, del Islam en Alemania, porque esas manifestaciones radicales son las que tienen visión exterior, publicidad. Sólo los apocalípticos tienen propaganda, los normales, los integrados, no se ven, a veces, incluso callan.
El Consejo central musulmán alemán ha mostrado una actitud ejemplar. Su presidente ha dicho:+ “cuando atacan una sinagoga yo soy judío, cuando atacan una iglesia, yo soy cristiano”. Pero eso, evidentemente, no es suficiente.
El silencio de la mayoría musulmana ha sido en ocasiones clamoroso y dudoso. Sólo ellos pueden poner coto al extremismo. Nadie mejor que ellos saben dónde están las mezquitas y los imanes fanáticos donde se reclutan más fanáticos. Nadie mejor que ellos puede hacer algo por integrar a los jóvenes musulmanes que buscan en los valores del Neolítico o de la Edad Media su identidad perdida en un mundo de valores reducidos a la categoría de “hashtag”. La sociedad musulmana moderna y tolerante ahora mismo está silenciada y secuestrada por el alfanje.
También hay muchos jóvenes cristianos que también han perdido su identidad. Algunos de ellos quieren encontrarla en el racismo, el antisemitismo o la islamofobia. Así que la tarea es de todos. Lo que les están diciendo esos ciudadanos a sus políticos no es tanto “no quiero musulmanes” sino, “devuelve a nuestra sociedad una identidad”.
Por eso, ante las manifestaciones anti islam sólo me encuentro cómodo tuiteando al mismo tiempo mensajes contradictorios #yosoycristianoysoyjudioysoymusulmán. Nuestra sociedad será multicultural o no lo será.